LOS BUSCADORES DE DIOS.
A muchos hombres y mujeres, de diferentes ideas y creencias, les ha fascinado siempre la historia de los Magos de Oriente. Se trata de sacerdotes persas, que también eran astrólogos e intérpretes de sueños; de sus estudios sobre el movimiento de los astros sacaban conclusiones e interpretaban lo que es la vida. La vida humana estaba regida por las estrellas; eran éstas, pues, las que le daban sentido a la vida.
Los Magos de Oriente eran buscadores del sentido para la existencia humana; por eso se dice que tenían un conocimiento sobrenatural para explicar lo que le sucede al hombre, para dar una explicación al por qué de tantas cuestiones de la vida humana.
Son símbolo, para nosotros, de los buscadores de Dios, de quien se afana y desde lo más hondo de su corazón anhela vislumbrar más de cerca a Dios. Quien a Dios busca y lo encuentra, le ha encontrado sentido pleno a su vida, porque sólo en Dios tiene sentido lo que el hombre es en su existencia total.
La estrella que guía a los Magos de Oriente es Cristo mismo, quien, al igual que un imán, los atrae para manifestárseles como el verdadero Dios y, de esta manera, colmar sus ansias de sentido.
Los Magos plasman lo que es nuestra historia vital, es decir, su camino simboliza nuestro camino o peregrinación por esta vida terrenal en búsqueda de la felicidad. Como a los Magos, a nosotros nos guía también la estrella de nuestro anhelo profundo de que la vida tenga valor y sentido pleno. Como a ellos, la estrella también se nos pierde y nos turbamos. “Escondiste tu rostro y quedé desconcertado” (Sal 30,8). Pero ella, Cristo, nos guía hasta llegar a la meta, a “la casa donde está la madre con el niño”, a la casa en la que nos sentimos verdaderamente como en casa. Los Magos cuando encuentran al niño llegan a la meta de su peregrinación; cuando lo adoran están verdaderamente en su hogar. Cristo es nuestra meta final; cuando lo adoramos, cuando lo aceptamos con el centro de nuestra vida y luz que la ilumina, estamos, entonces, en la casa del Padre que es el mismo Cristo. “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (San Agustín en Las Confesiones).
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